No hay nadie en Santa Eugenia, el humilde barrio de Vallecas en cuya estación explotó una de las bombas, que no tuerza el gesto cuando se le pregunte por el 11-M. “Puffff, fue terrible, 20 años ya, ¿eh?”, se sorprende Lola camino de la estación de Cercanías, mientras pierde la mirada y se pone a recordar. “Mi hija salvó la vida de milagro, iba a coger ese tren para ir al instituto, pero se volvió a casa porque había perdido el móvil… aquí todo el mundo perdió gente que conocía… familia, amigos…”, relata la mujer frente al monumento Ilusión Truncada, levantado en recuerdo de las víctimas.
A las 7.38 horas de aquel fatídico día explosionó en Santa Eugenia la bomba del tren número 21713, que había salido de Alcalá de Henares a las 7.14. El artilugio explosivo había sido colocado por Jamal Zougam, según recoge la sentencia de la Audiencia Nacional. 14 personas fallecieron y hubo decenas de heridos. Los vecinos del barrio que murieron aquel día fueron muchos más, sin embargo, ya que también viajaban en los otros trenes que explotaron en la misma línea hacia Madrid: El Pozo, Téllez y Atocha.
Y es que para Santa Eugenia, que está encajonada entre el casco histórico de Vallecas y el trazado de la A-3, el servicio de Cercanías era el medio más efectivo para ir hacia el centro de la capital. Estudiantes, jubilados, trabajadores y universitarios, entre otros, cogían a diario este agujero de gusano de hierro justo al fondo de este barrio de apenas 22.000 habitantes y que en pocos minutos te llevaba al centro.
“En memoria de las víctimas del 11-M. Tormentas de fuego y hachas. Cegaron la luz del día. Tan presente vuestra ausencia. Para siempre en nuestras vidas”, reza la poesía que escribió el poeta Sixto Eleta Andrada al pie de la escultura de metal acero corten, frente a la que pasan esta tarde muchos viajeros cada pocos minutos porque son horas de volver del trabajo, de la universidad.
“Estaba en ese tren, pero en otro vagón y no me pilló”, relata Alfonso, jubilado, mientras pasea por una suerte de plaza alrededor de la que se levantan bloques de diez y doce alturas, con comercios en los bajos, la mayor parte cerrados. “Recuerdo que forzaron las puertas y salimos. Atendí a un chaval que tenía una brecha en la cabeza. Estuve un poco con él. Hasta que llegó el Samur. Fue un shock, la verdad. Falleció la mujer de un amigo mío… son 20 años, en fin, ya ha pasado eso”, añade como si cuatro lustros fueran suficientes para pasar página. Algo que muchos, la mayoría, no han conseguido hacer.
A Honorio aquel día se le heló el corazón porque cuando oyó lo de las bombas en la radio estaba en otra parte de Madrid, trabajando. Tenía a la mujer y al hijo en casa. “Era ya tarde, como las 11 de la mañana, y yo venga a llamar y llamar, y las líneas estaban saturadas, hasta las 12 o así que me lo cogieron”, recuerda en las puertas del bar La Tomasa, donde varios grupos de jubilados echan un mus.
En la ventana del bar un cartel recuerda los actos de homenaje que habrá en el barrio de cara al 20 aniversario de la tragedia, que dejó en la gente “un miedo escénico”, relata Honorio. “Se sigue hablando del tema, claro, sobre todo cuando llega marzo. Yo tengo un amigo que se quedó sordo. Tras la bomba, se quedó aturdido, se fue directo a su casa, y se metió a la cama”, explica el vecino sobre quizá la mejor manera de olvidar [al menos por un rato]esqueça o sonho. “Muitos amigos morreram”, diz o possessor de uma loja de ferragens próxima, que quando chegou ao bairro “para terebrar estava tudo retalhado”. No próprio dia ele não entendeu completamente quem havia recebido a roleta da morte. No dia seguinte foi uma ducha fria quando soubemos que havia conhecidos entre os falecidos.
“Hoy por hoy todavía me dan escalofríos”, cuenta María Catalina, trabajadora de la farmacia del barrio, que al ser preguntada sale incluso del mostrador visibilizando que lo que entonces vivieron no se le ha ido de la mente: “Fue algo que no se puede olvidar. Es algo que da mucha impotencia y mucha tristeza”. Aquel día abrieron antes para tratar de ayudar a los vecinos afectados en lo que fuera posible. María rememora cómo vio “a vecinos que corrían desesperados hacia el tren en busca de sus familiares y que muchos no supieron nada hasta las once de la noche”. De hecho, recuerda, muchos vecinos se encontrarían más tarde en el recinto ferial de Ifema, donde se instaló la morgue y se reconocieron los cadáveres.
Tras los atentados, el silencio y “la calma” enmudecieron este bullicioso barrio, con cada vecino viviendo su propio duelo hacia dentro. Durante estos 20 años han seguido atendiendo a los que tuvieron secuelas, que son bastantes. Personas que quedaron sordas, a las que afectó la metralla... “Había clientes de toda la vida, padres, jubilados, maridos…Un amigo mío perdió a la mujer, que estaba en el tren de Atocha”, continúa la farmacéutica, a la que sobre todo impactaron las secuelas que dejó a la gente mayor que perdió a sus hijos. “¿Qué haces cuando eres abuelo y tienes que decirle a tus nietos que han perdido a sus padres?”, se pregunta María Catalina, que admite que cada uno lo llevaba cómo puede, pero que el dolor sigue ahí: “Hay gente incluso que, a modo de autodefensa, no quiere hablar de ello”.